¿Para qué sirven los principios en la ética?

 

Al apelar a principios, hay que hacerlo sobre la base de que son correctos para todos.

Al apelar a principios, hay que hacerlo sobre la base de que son correctos para todos.

Por: VICENTE DURÁN CASAS S. J. |                                                     

Análisis sobre por qué los principios deben implicar compromiso de personas y grupos con sus actos.

¿Cómo hacer cosas con palabras? Tal es el título de la obra más conocida del filósofo inglés J. L. Austin, y es también la formulación de una pregunta filosófica de gran impacto en el siglo XX. Para Austin, el lenguaje no solo sirve para comunicar algo. Una de sus principales funciones, a la que no se le había prestado suficiente atención, es precisamente hacer cosas con palabras, como dar órdenes, insultar, prometer, etc.

Años después, Robert Nozick, otro filósofo de lengua inglesa, pero nacido en EE. UU., se preguntaba “cómo hacer cosas con principios”, y lo hacía en su libro ‘La naturaleza de la racionalidad’, publicado en 1993. Si las palabras no solo han de servir para comunicar, sino también para hacer cosas, ¿para qué han de servir los principios.

 La pregunta no es una de extravagancia filosófica. Recibimos los principios morales ya elaborados por nuestras comunidades de referencia, sean religiosas o no; los comprendemos y asimilamos lentamente; posteriormente, los defendemos o los criticamos, los modificamos, los precisamos, o simplemente los abandonamos para asumir otros.
Cuando abandonamos principios que por alguna razón ya no nos convencen, no siempre nos preocupamos por reemplazarlos, y bien puede ocurrir que renunciamos a un conjunto más o menos explícito de principios y eso, aparentemente, no causa mayores dificultades. En ocasiones adherimos a algunos principios de un modo irreflexivo, radical y dogmático, como si ellos nos poseyeran a nosotros. El hecho es que los principios acaban siendo incorporados en nuestra racionalidad y los utilizamos de diversas formas y para fines muy distintos.

Los principios –sean prácticos o teóricos– son esquemas, reglas de referencia, necesarios para el ejercicio compartido de la racionalidad humana. Sin ellos el ser humano se siente perdido y desorientado, ya que el ejercicio de la racionalidad exige criterios de referencia que nos permitan saber si estamos pensando o actuando correctamente. La racionalidad es un bien compartido, y los principios que ella establece también; nadie actúa ni piensa correctamente de manera aislada, nuestras formas de pensar y de actuar suponen algún tipo de relación con algún tipo de principio, sea consciente o inconscientemente.

Para la filosofía no solo resulta interesante saber qué son los principios. Ella también se pregunta para qué sirven. Lo cierto es que los principios sirven para muchas cosas. Nozick, por ejemplo, piensa que “los principios o las teorías generales tienen una función intelectual general: la justificación ante otros”. A todos nos interesa que los demás confíen en nosotros, y ¿qué mejor, para lograr eso, que sepan que nosotros nos comportamos de acuerdo con algunos principios? No tendría sentido preguntar la hora a alguien si a su vez no suponemos que esa persona tiene como principio decir la verdad –por lo menos cuando le preguntan por la hora–.

Conocer los principios de una persona sirve para predecir –hasta cierto punto– su comportamiento. Si de ciertas personas o instituciones sabemos que valoran sus principios de rentabilidad económica sobre el conjunto de sus principios morales, resultará muy difícil que sinceramente queramos hacer negocios con ellas.

Nozick destaca lo que él llama funciones interpersonales de los principios. No siempre somos conscientes de ello, pero por lo general confiamos en que los principios juegan algún tipo de papel en la conducta de los demás, y ello porque, como él mismo dice, “los principios constituyen una forma de atadura: nos atamos a nosotros mismos para actuar según manden los principios”. Nadie quisiera interactuar con personas cuya conducta no está atada a ningún principio.

De allí la importancia que las personas y las instituciones suelen darle a que los demás sepan cuáles son sus principios.

Tener una buena reputación significa algo así como “actúa de acuerdo con principios”, y saber que las personas e instituciones actúan “atados” a principios para algunos es más importante que saber si esa persona posee los principios correctos. Uno prefiere interactuar con personas que se guían por principios –¿así sean principios equivocados?– que con personas que no se guían por principios, o que, teniendo principios correctos, su conducta no suele estar atada o limitada por ellos.

Por eso puede decirse que las funciones interpersonales de los principios suponen, desde el punto de vista lógico, las funciones personales de los principios. Dichas funciones interpersonales perderían todo significado e importancia social si dichos principios no jugaran un papel en el interior de cada persona.

¿Quién confiaría en alguien que dijera, a la manera de Groucho Marx: “Estos son mis principios; pero si no le gustan, ¡tengo otros!”? Una función importante de los principios es evitar que las personas fácilmente “caigan en la tentación”, como dice Nozick.

Que alguien caiga en la tentación y traicione sus principios no necesariamente implica que deje de creer en ellos, pero cuando esto ocurre con mucha frecuencia y de manera constante y repetitiva, vale la pena preguntarse si dicha persona no estará simulando principios o asumiendo principios que en realidad no le resultan muy creíbles.

Los principios pueden llegar a ser parte de la identidad de una persona. De hecho, hay gente que construye su identidad personal alrededor de ciertos principios que, se supone, son los que considera correctos. Las crisis morales, que por lo general son inconscientes, se presentan cuando la gente alberga muchas dudas acerca de si los principios sobre los cuales han construido su identidad son o no son los principios correctos.

John Rawls, norteamericano como Nozick, tiene otras ideas acerca de para qué sirven los principios. Para el autor de ‘Una teoría de la justicia’ (1971), los principios no solo sirven para justificar nuestro comportamiento. Su principal función es hacer posible la definición de criterios morales de justicia desde una perspectiva que vincule a todos los miembros de la sociedad.

Para él, no es suficiente que alguien actúe de acuerdo con algún tipo de principios, es razonable exigirle que lo haga de acuerdo con principios justos, que sean aceptables por la sociedad en su conjunto y con independencia de cuál sea su credo religioso o de cuáles sean sus objetivos en la vida. Mientras que los principios éticos religiosos solo logran ‘atar’ a un grupo de creyentes, hay principios de justicia de carácter universal que, al menos en una sociedad bien ordenada, todos podrían estar en disposición de asumir como suyos.

Por eso Rawls se propone criticar radicalmente el utilitarismo. Dicha doctrina, en su opinión, no logra deshacerse de una postura según la cual el sacrificio de una minoría se justifica por el bienestar que dicho sacrificio pueda reportar para incrementar el bienestar de la mayoría. El utilitarismo, en efecto, declara que hay un principio único y universal, el principio de bienestar, que es entronizado como principio supremo de la ética. Para los utilitaristas, lo más importante en cualquier sociedad es maximizar el bienestar de la mayoría –incluso si ello exige el sacrificio de algunos–. Todos los demás principios morales han de organizarse alrededor de este principio supremo.

En ese mismo sentido, Rawls critica lo que él llama las teorías intuicionistas. Si bien estas reconocen una variedad de principios éticos, a la hora de ordenar prioridades entre dichos principios, carecen de un criterio explícito y aceptable por todos, es decir, que sea justo, para lograr ese ordenamiento. Es apenas lógico que, habiendo diversidad de principios éticos, estos entren en conflicto entre sí. Piénsese, por ejemplo, en el conflicto que suele presentarse entre principios que buscan defender el derecho a la vida y principios que buscan defender otros derechos.

La defensa de cualquier derecho genera conflictos que, según Rawls, no deberían ser resueltos de manera intuicionista, esto es, admitiendo un conjunto indeterminado de primeros principios. Superar el intuicionismo –según el cual cualquier principio puede llegar a ser primer principio y cualquier derecho puede tener prioridad sobre otros derechos– equivale a ordenar los principios de acuerdo con lo que Rawls llama un “orden lexicográfico”: hay principios cuya obligatoriedad supone el cumplimiento estricto de otros principios, lo que a nivel de los derechos significa que hay derechos que solo pueden ser garantizados si previamente han sido garantizados otros derechos.
Si bien los principios morales pueden ser utilizados para justificarnos ante otros, también es cierto que otros principios pueden cuestionar dicha pretensión de justificación. Para argumentar en filosofía moral no es suficiente apelar a principios; hay que hacerlo sobre la base de que son los principios correctos para la comunidad humana, en la mayor extensión de la palabra.

VICENTE DURÁN CASAS S. J.
Especial para EL TIEMPO
En Twitter, @vicdurcas.
*Departamento de Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana.

 

 

 

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